Desde hace años se agolpan en las estanterías de los libreros novelas sobre muchachas reprimidas en su juventud por una familia tradicionalista que las educó en el aseo matutino diario "que es también una forma de violencia de la que no se suele hablar", para luego liberarse tras entrar en la universidad o a vivir en otro lugar, por convertirse a la religión verdadera; algo que también podría retrasarse hasta recibir el sacramento del divorcio. En cualquier caso, todo deslizado para presumirse más o menos autohagiográfico. Las escriben mujeres bien adultas que cuentan sus canas y rezan tres avemarías cada noche para tener más, que les vengan las nieves del tiempo de golpe como a Jean Valjean; y así resultar más creíbles en su personaje, en la foto de la solapa. También filosofan y predican sobre el cuerpo y la maternidad (ajena), la culpa y la liturgia de la terapia seguidista, la menarquia y usar copas menstruales para tomar el chupito... Les gustaría ser incómodas como Cr
Érase que se era una muchacha llamada Pamela, que más engordaba cuando más rica y poderosa se hacía, como los villanos de las películas mudas. Aquella mañana se subía por las paredes porque algo la retenía en casa: el fornido albañil eslavo que había mandado el seguro, a pesar de su buen instrumental, no terminaba de echarle la lechada en el baño. Aburrida y temiendo mancharse, se fue al salón a ver un rato la tele: programaban en un canal infantil dibujos animados de niñas racializadas listas e intrépidas y niños blancos tontos y cobardicas. En el intermedio, le brotó una sonrisa al ver el anuncio de una que enjuaga la copa menstrual en el lavabo; luego pasaron otro en el que se vertía un líquido rojo para la prueba de empapado de una compresa. Cambió de canal, pero allí también estaban en publicidad: un hombre taciturno de mediana edad mostraba a cámara unos calzoncillos con la raya de la canela para promocionar luego un detergente. En el siguiente alguien vertía sobre una superfi