Cuando Mircea Cartarescu mostró en Instagram que había terminado su última novela, me invadió una sensación extraña. No concebía qué podría venir tras ese reloj automático del tamaño de Bucarest que nos dejó en Solenoide, que ya fue toda una machada después de perpetrar la salvaje y rapsódica Cegador: cualquier pluma en el almirantazgo hubiera terminado exhausta y desconcertada, como después de un acoplamiento atlético, como después de vaciarse de su simiente; una obra muy difícil de superar. Hay que gobernar el talento con responsabilidad. Comprobamos al fin que el autor conseguía innovar volviendo a sus orígenes: El Levante es tal vez su obra menos conocida en España, pero con aquella pequeña delicia debutó en la narrativa, ensayando ya recursos que desplegaría en sus grandes obras, y también fue geogonía para el universo en que navega Theodoros. Lo leímos como prosa por las estrecheces de la traducción, pero es en realidad un poema épico tributo ...
Desde hace años se agolpan en las estanterías de los libreros novelas sobre muchachas reprimidas en su juventud por una familia tradicionalista que las educó en el aseo matutino diario "que es también una forma de violencia de la que no se suele hablar", para luego liberarse tras entrar en la universidad o a vivir en otro lugar, por convertirse a la religión verdadera; algo que también podría retrasarse hasta recibir el sacramento del divorcio. En cualquier caso, todo deslizado para presumirse más o menos autohagiográfico. Las escriben mujeres bien adultas que cuentan sus canas y rezan tres avemarías cada noche para tener más, que les vengan las nieves del tiempo de golpe como a Jean Valjean; y así resultar más creíbles en su personaje, en la foto de la solapa. También filosofan y predican sobre el cuerpo y la maternidad (ajena), la culpa y la liturgia de la terapia seguidista, la menarquia y usar copas menstruales para tomar el chupito... Les gustaría ser incómodas como Cr...