Podríamos resumir muy fácilmente lo acontecido el domingo pasado, porque no ha sido más que una nueva representación de la comedia "20 de diciembre de 2015" con los mismos actores intercambiando sus papeles: un partido desacreditado en el gobierno que ha inflado durante la campaña a otro emergente supuestamente extremo de la trinchera contraria para movilizar a sus votantes potenciales a base de miedo. Políticamente mediocre, vamos. Pero también hay algunos matices: En 2015 la cuestión fue mucho más abrupta, porque por primera vez parecía que iba a entrar en el Congreso un partido (en este caso, Podemos) con volumen suficiente para romper el histórico bipartidismo español, así que los poderes supranacionales tuvieron que propiciar una alternativa que recogiese el peso que irremediablemente perdería el PP a pesar de su estrategia, trasplantando al bildelberguiano Rivera de Barcelona a Madrid. En 2019 el parlamento ya estaba muy fragmentado y Podemos hizo las veces de Ciudadanos para contener el voto de izquierdas, y a pesar de eso, Sánchez e Iglesias tuvieron que hacer una campaña mucho más explícita y patética para poder movilizar el voto de izquierdas.
Con todo, las elecciones del 28 de Abril han arrojado unos corolarios muy interesantes y novedosos. El más importante es que rompió el mito de que España es genéticamente de izquierdas porque hay más votantes en ese segmento cuando la participación es alta: al margen del reparto final de diputados por el peso de los votos en circunscripciones, la cantidad neta de votos de izquierda y derecha fue muy similar, con la participación más alta en 23 años. Por otra parte, la irrupción de VOX (que meses atrás había tenido un exitoso resultado en el parlamento andaluz) influyó profundamente en todo el espectro político español: además de la evidencia de forzar un cambio de estrategia de imagen ideológica en el PP, dio un toque de atención incluso en Podemos y familia, donde por ejemplo Manuela Carmena claudicó al permitir un belén en el ayuntamiento de Madrid después de tres años de prepotente negación, probablemente temerosa de un descalabro electoral en las municipales de Mayo viendo que en Andalucía Iglesias había perdido votantes en favor de Abascal. Empezaba a haber conciencia de que ni todo vale, ni las redes sociales son un indicador fiable del modo de pensar de los españoles, ni todos los votantes de izquierdas están dispuestos a comerse todos los platos del menú que se ha dado en llamar "cambio cultural".
Lo más curioso de todo es que, desde la misma noche electoral, todos los supuestos politólogos y expertos en la materia, incluso los que tienen un sesgo nada disimulado a la izquierda, se han empeñado en sugerir al Partido Popular lo que debe ser su próxima ruta ideológica como partido, repitiendo el mantra de que "las elecciones se ganan desde el centro". Si llamamos centro a derivar en un sincretismo nacional-separatista, sin duda ha sido una estrategia que ha funcionado bien a PSOE, pero nunca al PP: cuando los populares jugaron a descafeinarse en País Vasco y Cataluña, se convirtieron en partidos irrelevantes y fueron sustituidos sobre el terreno por alternativas que sus votantes potenciales demandaban: UPyD y Ciudadanos, respectivamente. A nivel nacional, el PSOE abandonó el centro desde la subida al poder de Zapatero y no volvió a él ni con la competencia inmoderada de Podemos (ni, desde luego, en esta última campaña). Teniendo, además, un partido sorprendentemente bien asentado en el centro (ni más ni menos que 56 diputados) que es Ciudadanos, y que la desafección Popular que le tocó heredar a Casado viene principalmente del nihilismo ideológico de su partido, de la también bildelberguiana Soraya Sáenz de Santamaría... ¿A qué partido hoy le interesa irse al centro si no es para desintegrarse?