El tema de moda. Había que hablar de él por pereza que me produzca. Y es que no puedo más que reirme cuando leo la expresión "el debate de la eutanasia".
Creo que las leyes y reglamentos en general pueden clasificarse en tres categorías básicas: los corrientes (de presunto interés general), los ideológicos y los morales. De ellos, los únicos en los que tiene un verdadero sentido el debate son los primeros, dado que cualquier facción política o ciudadano en conciencia está de acuerdo en el qué y podría plantearse el acordar el cómo (aunque en realidad casi nunca se hace). Las leyes ideológicas son aquellas que entraron en su edad dorada con el entronamiento de Zapatero y se asentaron con Sánchez, en forma de gaseosas y trilerismos o regulación de pamplinas, aspavientos con que rellenar periódicos y noticieros a falta de mejores iniciativas; todo para camuflar la inacción o insolvencia en épocas de gobiernos endebles que necesitan estar en continua campaña electoral... O dicho de otro modo, garrapatismo de supervivencia. Chucherías cortoplacistas para simular satisfacer a un electorado conformista o simplemente para hacer ruido.
Los reglamentos morales son, en cambio, mucho más comunes, universales y atemporales. Trantan de regular de algún modo una dimensión de la vida en la que no hay acuerdo acerca del beneficio social que pueda aportar. En realidad son pocas y casi siempre las mismas: legalización de estupefacientes o prostitución, aborto y eutanasia. En los últimos años se ha unido también la subcontratación de la maternidad y a nivel local español, la prohibición de la tauromaquia. Sobra decir que resulta una idiotez establecer un debate o intentar buscar un consenso sobre cualquiera de estas cuestiones (salvo para fingir respetar las opiniones de todos los ciudadanos, claro), porque en la moralidad y valores personales no hay medias tintas. O mejor dicho, el núcleo del problema no es la ley en sí, sino el hecho previo relacionado en cuestión: quien considere que la tauromaquia es una tortura animal pública y gratuita, seguirá pensando lo mismo aunque se maticen las normas del toreo o se restrinjan las corridas a escenarios concretos. Antes bien, exige su prohibición. Lo mismo ocurre con el aborto, que a nadie que lo rechace le va a parecer aceptable estableciendo plazos límite o supuestos legales. El resultado, por tanto, es que los criterios de unos se imponen a los de otros en función de cómo fluctúen las mayorías o la inacción de los gobiernos sucesivos, sin más. La única discusión posible es la del uso de argumentos falsos o falaces en el presunto debate público, algo muy común y que, por lo demás, no sirve para convencer a nadie.
La eutanasia siempre se ha intentado enfocar como un acto voluntario que realiza un adulto en unas circunstancias determinadas. Algo sobre lo que, supuestamente, no debería haber discusión. Pero debería haber al menos un poco de honestidad a la hora de evaluar hasta qué punto va a existir en general un deseo claro: A diferencia de lo que ocurre en el aborto, donde está penada tanto la inducción a realizarlo como el hacerlo sin el consentimiento explícito y consciente de la madre, en realidad la mayoría de los casos en los que probablemente se aplique no habrá ni voluntad explícita del enfermo ni conciencia plena a la hora de ejecutar una eutanasia. Solo los tetrapléjicos y convalecientes de algunas enfermedades degenerativas como el ELA podrían solicitarla de manera consciente y sin que exista necesariamente un dolor físico insoportable que pudiera condicionar su decisión. En resto de los que requiriesen este tipo de muerte en un estado de consciencia no estarían en una situación muy diferente a aquella en la que un torturado confiesa lo que haga falta, con tal de que su verdugo le dé un tiro de gracia. Si esto convege (sin presunta relación aparente), con restricciones en el uso de tratamientos paliativos, compasivos o calmantes, se estaría forzando de manera indirecta a muchas personas a pedir muerte por eutanasia... Que en otras circunstancias no se lo hubiesen planteado.
El mayor problema ético viene cuando el paciente pierde la conciencia y la eutanasia puede ser decisión de familiares (supuesto contemplado en la ley), donde será imposible de contrastar hasta qué punto hubo un deseo verbal del convaleciente de morir así o es el marido harto de tener que cuidar de su mujer en estado vegetativo (y no poder irse con su querindanga), o la nieta que no entiende por qué mantienen vivo a su abuelo demenciado cuando podría estar ya disfrutando de su herencia. Es fácil adivinar que este será el caso de uso más frecuente. Y puede resultar incluso siniestramente tentador a la hora de enfocar la organización, los costes o la investigación sanitaria: más órganos a donar disponibles si se persuade a familiares a eutanasiar a las primeras de cambio y poco aliciente para indagar en tratamientos para pacientes de extrema gravedad. En este sentido, resultan incómodos (y poco divulgados) los avances recientes acerca de la posibilidad de recuperación cerebral horas después de la muerte, que cuestionan fases que hasta ahora se consideraban irreversibles desde un punto de vista neurológico.
Lo que cabe preguntarse en este punto es cuánto hay de muerte digna y cuanto de terminar de convertir la vida humana en un proceso industrial (en otras fases ya a menudo lo es), tal y como concebía el Mundo feliz Aldous Huxley.