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Necesitamos otro Torrente


Hace poco recordaba con preocupación la anécdota de Santiago Segura en Masterchef, que decidía renombrar el plato que tenía que preparar (un brazo de gitano) para evitar ofender a nadie, a pesar de que el colectivo caló no destaca por su ofendidismo. Y lo cierto es que llevamos seis años huérfanos de José Luis Torrente. Digan lo que digan, me sigue pareciendo un personaje interesantísimo, a pesar de nunca haber sido reivindicado en público más que como un espantajo con el que ganar dinero y hacer reír.
Como entidad cultural, sin duda marcada por la encomienda histórica de haber sido el bastión del catolicismo y la contrarreforma, España tiene infinidad de defectos y tres grandes virtudes que las compensan ampliamente: la solidaridad, la humildad y la honestidad. Esta última nos la conceden como propia hasta en latitudes afines y hermanadas como América Latina, de tan profuso que es nuestro idioma en expresiones para deplorar lo artificioso, lo irreal y lo poco auténtico. Por esa razón nos atraen los personajes públicos viscerales, aunque metan la pata a menudo, y odiamos profundamente la corrección política: no nos engañemos, esto es algo ideológicamente transversal y mayoritario, aunque muchos hayan transigido de mejor o peor gana para aceptar un paquete político completo en que resulta un partido. También creo que la transparencia es la causa de nuestra generosidad en besos y abrazos, (por lo demás, como el resto de los latinos) porque nos gusta mostrar nuestro afecto sin remilgos y saludar de manera cercana, algo para lo que este puñetero virus parece diseñado, como otras muchas siniestras sugerencias exógenas que pretenden imponerse, para doma y castración de nuestra identidad.
Y una sociedad que ama la honestidad demanda también un tipo de humor realista y directo, emparentado a menudo con lo soez y lo procaz, ese que impregna la mayoría de nuestros chistes. Hace apenas diez o veinte años éramos capaces de distinguir entre la ficción cómica y la moral en el mundo real; y no era necesario explicar que los insultos o barbaridades proferidos en los campos de fútbol no son más que guerra psicológica en contra del equipo visitante o el árbitro, que no obedecen a sentimientos reales. Pero hoy día, no sé si porque el recocido mental que provocan las redes sociales nos ha vuelto más tontos o los nuevos planes educativos han mermado nuestra comprensión lectora, por desgracia ha dejado de ser así. Algo similar ocurre con el erotismo y la pornografía, justo cuando más charlatanes a mano tenemos para explicarnos los porqués de todo: hemos dejado de entender que aquello que nos excita o nos agrada para sexualizarnos y lo que nos gusta practicar en la realidad son, en general, conjuntos disjuntos... ¿O acaso creen que la mayoría de las mujeres atraídas y satisfechas por Las sombras de Grey gustan de ser sometidas y rechazan el sexo vainilla? ¿Ignoran que la fascinación por el BDSM en la ficción es un fenómeno recurrente en la literatura erótica femenina desde hace más de sesenta años?
España demanda, por tanto, otro Torrente. Y si no se lo dan, buscará otro, llámese Leticia Sabater, series como La que se avecina o personajes como El dandy de Barcelona... Porque si los titiriteros neopuritanos lograsen censurar el humor soez en el cine o la televisión, seguiríamos nutriéndonos de nuevos fenómenos a través de redes sociales. O en última instancia, de vídeos o audios a través de las aplicaciones de mensajería directa como WhatsApp, que el día que decidan censurar contenidos firmarán su sentencia de muerte y serán abandonadas por otras más razonables. Necesitamos reírnos de y con ellos, conectar con una dimensión de nuestra identidad que de un tiempo a esta parte da vergüenza mostrar en la ficción, pero hoy día tienen miedo de ofender hasta las revistas satíricas de solera, que por lo demás apestan a politización y falta de criterio propio como cualquier diario vulgar. Tenemos, por tanto, cada vez menos tropa capaz de defender esta parte de nuestra cultura.
Torrente es tan necesario y costumbrista como lo fueron en su momento las obras de Clarín, Pardo Bazán o Galdós; y en concreto más emparentado con el retrato salvaje, crudo y venéreo que hicieron después con menos bridas Cela y Blanco Amor (y otros mucho antes), homologable ya como genuinamente español, porque no se puede concebir ni entender la sociedad española contemporánea desde la Transición sin los arquetipos conglomerados en personajes satíricos como él. Lo apreciamos en el fondo de nuestra alma porque nos es, a ratos, tan ajeno como propio, del mismo modo que el pueblo estadounidense lleva más de treinta años negando ser como la familia Simpson, pero sin dejar de verlos cada semana ni agotar el material etnográfico para un episodio más. Si porfían en producir películas y series pasadas por el hidrogel, creyendo que si fuerzan nuevos modelos sociales en pantalla u ocultan los existentes van a fabricar una sociedad diferente, permítanme que me ría. La naturaleza siempre se abre paso.
No dejemos morir el último resquicio de irreverencia y pimienta que le queda a nuestra cultura, en cualquier género y soporte. Es una magnífica oportunidad para demostrar que todavía queda un mínimo de libertad y rebeldía en la creación... Y lo más importante, que la ejercemos.