Estaba en la librería Rafael Alberti, junto a la mesa en la que firmaba su obra Mircea Cartarescu, cuando en mi bolsillo sonó de pronto la canción de las Mamachicho (he decidido hacer toda la contrarreforma que pueda por mi cuenta) por una llamada indeseada que aborté pronto. Reconozco que aquel contraste fue algo que me llenó de satisfacción, porque como digo a menudo, en lo que a cultura se refiere hay que poner todos los días una vela a John Ford y otra a Mariano Ozores. Todo obedecía a un providencial despiste: el día anterior, el autor dio una interesantísima charla pública en el Círculo de Bellas Artes de Madrid sobre su concepción de la literatura... Y yo olvidé llevar mis libros para que me los firmase.
La verdad es que le había prometido a mi tocayo un artículo sobre algo muy diferente (que, en todo caso, para otra ocasión llegará), pero cuando te sueltan algo así, es muy difícil guardárselo para uno mismo demasiado tiempo. Tenía mucho que preguntar a Cartarescu, sobre todo pedirle que confirmara o desmintiera determinadas prácticas que de su obra se deslizan sobre su propia manera de escribir, pero las fue desvelando casi todas sobre la marcha. Resultó ser también, al final, un análisis sobre el propio oficio; que más bien haría tirarse de los pelos a todos los que se arrogan en dar clases sobre el tema.
He dicho charla, pero el acto podría describirse mejor como la narración oral literaria que cuenta verdades. Mircea afirma escribir por las mañanas, huyendo de cualquier postureo bohemio de artista, porque es el momento en el que recuerda con mayor lucidez esos extraños sueños y pesadillas que gusta de plasmar con tanta frecuencia en su prosa. El evento llevaba por nombre Literatura y otros demonios, y la primera pregunta que respondió a David Sánchez Usanos estaba relacionada con esto: la literatura con pretensiones nace siempre de una lucha o una extroversión de los demonios de su autor; en definitiva, la recanalización de las miserias en el arte, que en la literatura se hace mejor que en ninguna otra. Afirmaba también que, a pesar de ser señalado como un autor muy prolífico, lo cierto es que solo es capaz de escribir una o dos páginas cada vez que se sienta a ello; algo que hace a diario y siempre a mano sobre un cuaderno, tras leer el trabajo del día anterior. Para colmo, navega errante en sus letras, sin siquiera partir de una idea desarrollada al inicio de su obra en curso, lo que se traduce en una escritura visceral y secuencial. Esto no resulta sorprendente cuando uno ha vivido lo torrencial y espiral de su estilo, apóstata de cualquier estructura narrativa, impregnado (como decíamos antes) de grandes dosis de onirismo y una fantasía que cabalga entre el realismo mágico y el delirio kafkiano. Por último, nos aseguró que sobre esos cuadernos no hace edición ni correcciones, de modo que apenas tienen alguna palabra tachada, algo impensable en según qué tipo de obras y que en todo caso requiere un dominio sobrehumano de la escritura (reconozco que, el tributo a él traté de escribir este artículo de corrido y de penalti, pero he sido incapaz). ¿Puede imaginarse una manera más romántica y literaria de ejecutar el oficio?
Luego hizo una deliciosa taxonomía de la literatura, colocando a los diferentes tipos de escritores en oficios dentro de la edificación de una catedral. Fuera quedarían los autores de ficción comercial o de consumo, cuya obra en todo caso formaría una colina sobre la que los lectores tienen que encaramarse para poder ver dicha catedral. En primer lugar estarían los ingenieros, cuyo arquetipo sería Balzac o Tolstoi, que dominan la técnica de su oficio y escriben sus novelas por construcción, formando el estamento más numeroso (y a mí me gusta denominar como los escritores del qué). Una vez rematada, la catedral debe decorarse, y ahí es donde entran los artistas, que son capaces de aportar una gracia formal más allá del contenido; estos serían los escritores del cómo, y Cartarescu los agrupa entorno a la figura de Nabokov. Cuando el contenido de la sede está competo solo queda sacralizarla, para lo que se sirven de los poquísimos santos de la literatura, aquellos capaces de llegar más allá que los artistas y los ingenieros combinando sus saberes. Por último, como evocando al Duomo di Milano, que tiene en su punto más alto a la famosa Madonina, estaría para su criterio Franz Kafka, que planearía sobre todos ellos... Principalmente porque no se consideraba escritor, no llegó a publicar casi nada en vida y escribía solo para sí (o para Dios, como dijo en otra entrevista), que debía ser la verdadera vocación de todo escritor.
En ese último encuentro que narraba al principio, que yo había interpretado como un nuevo coloquio previo a las firmas, tenía pensado preguntarle algo concreto sobre su obra: en Solenoide, el protagonista se ve avocado a ser profesor de lengua y literatura en un instituto arrabalero después de que su opera prima fuese rechazada en el mismo conciliábulo en que Cartarescu emergió como poeta, tras toda una vida de lectura todológica (una recomendación del propio Mircea en la que yo mismo me reconocí cuando me fue revelada mi vocación en perspectiva) y el esfuerzo por compilar demonios y sentimientos en un canto suicida que agotaba todo aquello que tenía que contar. ¿Sería aquello un desdoblamiento fantasioso de sí mismo si hubiese fracasado a la hora de dedicarse a la literatura? ¿Sería una alegoría sobre la fragilidad del reconocimiento del autor, que en el fondo no debe necesitar para seguir escribiendo? No desperdiciaré la próxima ocasión para interpelarlo.