En este último mes, las administraciones de todo pelo, junto con su cohorte de expertos y medios adláteres, nos han dado una murga comunicativa al menos tan ambivalente, contradictoria y ridícula como en las semanas previas a la gran suelta de miasmas del 8-M en 2020, efeméride que recogerán los libros de historia como la explosión del coronavirus en España. Y es que la hemeroteca nos dice que la gestión de la pandemia en Europa (ya no digamos en nuestro país) fue más política que científica, y más allá de nuestra salud, hay una preocupación mal disimulada en las altas esferas acerca de lo que nos espera en 2022, suceda lo que suceda con el bicho; de modo que lo mismo se siembra histeria colectiva trompeteando fallecimientos de famosos con la pauta de vacunación completa, que se cancelan las cuarentenas y se presenta el virus como una vulgar gripinha, que diría Bolsonaro.
El peor escenario (que casi nadie se atreve a verbalizar, pero no es en absoluto descartable) es que, tras las reuniones navideñas, tengamos un nuevo pico de muertes o enfermos graves en los hospitales. Si esto sucediese, Occidente (sobre todo Europa) se enfrentaría a una crisis política como no la hemos visto desde los años treinta del siglo XX: sería la demostración empírica de que las vacunas no habrían sido más que un crecepelo de mercadillo en pleno 2021. Los laboratorios quedarán desacreditados por completo, y nadie se querría poner ya ni la cuarta ni la vigésima dosis o cualquier otro tratamiento de nueva generación. La peor parte se la llevarían las autoridades, que después de pinchar hasta a los niños y hostigar a los recelosos durante casi un año, se enfrentarían ahora a una desobediencia civil masiva que tumbaría muchos gobiernos. En ese caso, lo más terrorífico sería ponerse a discernir quienes serían los pescadores en esas aguas tan revueltas: si la gestión del COVID convergiese en este punto por pura torpeza administrativa, ganancia para nuevos partidos, populistas o esperpentos de todo tipo incluso fuera de la política. Si así fuera, las autoridades harían una intervención y maquillaje de cifras hasta la primavera que ríete tú de la primera ola, aunque esto solo les sirviese para ganar tiempo. Por el contrario, si como sostienen algunos la pésima gestión de la pandemia no fuese más que un sainete, una sucesión de tropelías perpetradas adrede para desordenar las democracias occidentales, lo que estaría detrás sería una siniestra intención de propiciar un cambio político profundo sin pasar por las urnas, un Señor del mundo con el chute de morfina que necesita una sociedad hastiada de sufrimiento y caos... Quizás el tan cacareado reinicio de los pudrideros globalistas.
Pero podría ocurrir también que la famosa ómicron (o sudafricana II, para castizos) fuese la tan fantaseada variante hipercontagiadora pero de baja letalidad, que terminaría de infectar a los que todavía se hubieran librado, dándoles anticuerpos de manera permanente y llegando a la inmunidad de rebaño. Esta situación, por cortoplacista, tampoco sería la más cómoda para nuestros gobernantes, que llevan dos años la mar de cómodos entre decretos y restricciones de excepcionalidad. Más bien querrán estirar el chicle todo lo que puedan, entre mensajes optimistas y llamadas a la precaución, a fe de que aparezca alguna nueva cepa que justifique (aun sin evidencias científicas de por medio), prolongar la situación de mascarillismo de manera indefinida. Y es que el fin oficial de la pandemia tiene muchos y variados problemas políticos asociados a la normalidad: volverán, por ejemplo, a surgir lobos solitarios barbudos gritando nosequé mientras acuchillan o atropellan paisanos en un par de países que todos conocemos, pues el terrorismo es esencialmente propaganda y no compensa practicarlo cuando otros temas difuminan todo lo demás. También se reanudará con fuerza la inmigración desde Oriente Próximo, como ya sugiere Lukashenko en su guerra psicológica con Ucrania, evidenciando que de por medio hay repugnantes intereses ulteriores más relacionados con la política europea que con la situación de los países de origen. En el caso concreto de España, la pandemia ha sido maná para el Gobierno, porque supone una sordina muy eficaz a la propaganda separatista, al punto de rebajarse a apoyar los PGE a cambio del doblaje en catalán para Netflix, cuando en circunstancias normales hubiesen tumbado ya a Sánchez exigiéndole un referéndum de boato legal y vinculante. Cuando la excusa del bicho se extinga, no podrá hacer otra cosa que ir a elecciones: se le acabará también la barra libre para decretazos con sorpresa, y el descontento popular se hará más visible en forma de movilizaciones, que erosionarán (todavía más) su mermada esperanza de voto; y mi paisana Yolanda no ha tenido todavía tiempo de construir su personaje y partido, a modo de alternativa desesperada para ir a por el electorado del fenecido amalgama de UP. Además, saben que si salen del Gobierno sin haber podido renovar el CGPJ a su manera, hay muchas posibilidades de que terminen en el banquillo de los acusados junto con un puñado de ministros y algún experto por sus quehaceres en los primeros meses del COVID. En todo caso, se terminará ya la metadona de los ERTE (el Plan-E de la pandemia) y les tocará hacer política adulta en lugar de triles y gaseosas, forzados a gestionar (Dios quiera que me equivoque) una crisis dramática para la que no le servirán ya los trampantojos del Valle de los Caídos.
Yo espero que el desenlace se parezca más a lo segundo que a lo primero, aunque en todo caso la situación no puede durar para siempre. Alcanzada o no la inmunidad comunitaria con la cepa corriente, hay ya tanto hartazgo popular que ya es imposible volver a la cautela paranoica del principio, así que la relajación hará que lleguemos a ese punto más pronto que tarde. En todo caso, desde el principio me ha preocupado que los hábitos profilácticos asociados al coronavirus acabasen teniendo consecuencias en nuestro costumbrismo. De hecho, hay ya imbéciles que abogan por aprovechar la coyuntura y descatalogar los intrusivos hábitos latinos del saludo en forma de besos y abrazos, normalizando los insípidos apretones de manos o perpetuando el ridículo amago de reverencia oriental con la mano en el corazón que propusieron como alternativa. Como dicen los psiquiatras, el contacto físico reduce el cortisol, y por tanto nos previene de ser los ciudadanos medrosos y pusilánimes en que quizás las autoridades gustasen que terminásemos en convertirnos tras la pandemia. Yo, al menos, no voy a renunciar a nuestro patrimonio cultural inmaterial.
Feliz 2022. Bésense y abrácense todo lo que puedan.