Ocurre en todas las instituciones mundanas que una parte nada despreciable de sus afiliados se enrola en ellas como se refugia uno en la primera cornisa que encuentra al caer un chaparrón, o bien deslumbrados por un abolengo que quisieran heredar para sí. En cualquier caso se trata de vocaciones vacías o tibias que cabalgan sobre alguna ambición, pero demasiado cobardes como para construir su propia cabaña a la intemperie. Hemos inventariado muchos de estos especímenes sobre todo en la política, pues fácilmente en ella se disimula la desafección ideológica con la pamplina del centrismo, la cacareada y falible receta para ganar las elecciones de los charlatanes televisivos, que hasta ahora les ha servido a aquellos para sobrevivir escurriéndose de tanto en tanto.
Ni la Iglesia Católica tiene detente para esto. Es digna de estudio la fascinación que es capaz de ejercer entre ateos y gentiles incluso de latitudes exóticas, como muestra la buena acogida entre los barbudos del desafortunado eslogan sobre puñetazos e insultos a mamás que J.B. les regaló tras la carnicería de Charlie Hebdo. Dicho esto, cualquiera puede comprender y dar por bueno que el obispo de Roma ejerza entre los teístas y espirituales no religiosos de otras culturas una admiración y respeto homologables a la que aquí pueda tener el Dalai Lama o un yogui distinguido, así que resulta mucho más interesante la perspectiva de otras ramas del cristianismo que en muchos países compiten sobre el terreno por la misma feligresía: a pesar de la beligerancia superviviente a los acercamientos del siglo XIX (sin duda más condimentados con ínfulas profanas de la preeminencia masónica sobre la política de la época que puro aperturismo y librepensamiento) y la todavía dominante cultura WASP, lo cierto es que la ficción norteamericana siempre se ha servido de la iconografía católica para retratar la espiritualidad privada cristiana. Así, no encontrarán a nadie que acuda en solitario a una iglesia que no sea diocesana, aderezo imprescindible y aparatoso de cualquier personaje de ascendencia italiana, irlandesa o hispana; y lo que es peor, las creencias de estos individuos se presentan como más íntegras y militantes que las del resto. Mención especial aquí para el tema de las posesiones demoníacas, tan explotadas a modo de espectáculo morboso promocional en la telepredicación protestante: a la vista está que los parroquianos de estas iglesias no las han de tomar como creíbles, pues hay que mirar con lupa o aun con microscopio para encontrar ejemplos en los que el exorcista literario, cinematográfico o catódico no sea un sacerdote vaticanista, por eso de que el imaginario colectivo conviene que en tal confesión se toman más en serio estos temas antes de darlos como ciertos y desenfundar la cruz de san Benito para atajarlos. La potencia metafórica y visual del catolicismo también ha servido con profusión en otras culturas: el luterano John Woo la ha utilizado muchísimo en su etapa en Hong Kong para sus famosas películas de honor, plomo y sangre, sobre todo en The Killer y Una bala en la cabeza.
De este modo, al abrigo de la pertenencia a una tradición larga y prestigiosa con la que calentar la autoestima, antes se subían a la barca de Pedro como sacerdotes o religiosos no pocos tibios sin medios que no tenían aspiración más allá de acceder a la cultura (sobre todo mujeres, por razones obvias), más algunos otros que buscaban oportunidades para satisfacer vicios repugnantes. Hoy día, con las facilidades para el acceso a la educación superior y lo común en la práctica de actividades deportivas, estas y otras categorías de vocaciones interesadas están felizmente en extinción; pero los oportunismos siguen existiendo tras una sutil metamorfosis: cristianos superficiales (en el mejor de los casos) a los que el protestantismo les sabe a poco, y sin embargo dejan de hacer propia la doctrina al nivel que correspondería a su posición dentro de la Iglesia. Tienen en común con los haraganes de sindicato el postureo oficialista constante y por el mismo motivo: una excusata non petita, acusata manifesta para construir el embuste de que sus discrepancias surgen desde dentro de la institución, arrogándose como representantes de ella, y no por infiltración maliciosa para el sabotaje.
Por poner un ejemplo para explicar de qué va esto, supongamos que en nuestro país se popularizase un sincretismo oriental que predique la posibilidad de reencarnarse en algún animal. Esto terminaría por hacer pensar a una parte de la sociedad, azuzados por urbanitas piojosos que se las dan de naturalistas, en la equivalencia a nivel espiritual de cualquier ser animado del planeta; y su brazo armado dentro de la Iglesia (los mentados oportunistas) empezaría a defender la idea de una reforma necesaria para administrar algunos sacramentos las mascotas o incluso a las bestias: para ellos, la necesidad del cambio surge de los vicios mundanos de moda (que, como decía Molière, pasan por virtudes) porque son más medrosos a los quediranes de la turba ideológica ignorante que de incumplir los preceptos de su propia religión, que en realidad entienden poco y comulgan menos.
Pudiera ser también que fuesen ese tipo de gente, tan abundante en nuestros días, que lo somete todo (hasta la religión y la ética) a un catalizador político que condiciona todas las dimensiones de su vida: sin duda, el modus vivendi más mediocre que se pueda concebir, desierto de ideas propias pero consolado por la patética máxima de que "todo es política", dotado de catecismos volátiles y con la única certeza de que cualquier vehículo de expresión queda reducido a una herramienta de propaganda. Más allá de la obviedad de los medios de comunicación o la propia cultura, la religión puede ser un recurso tan bueno como otro cualquiera para perfundir una ideología, ya que de momento no han conseguido reducir las creencias a meras aficiones privadas.
A todo esto me gusta a mí llamarlo "síndrome de Fortunata", pues la popular e irredenta tarasca galdosiana porfiaba en justificar la conducta ruin (que en el fondo despreciaba) con su idea acerca de los derechos naturales que fantaseaba tener sobre el rufián Juanito Santa Cruz, que la situaban por encima de las leyes divinas y humanas. Las modernas filosofías de cagadero defienden esto mismo: el derecho individual a tener una idea más allá de la libertad de expresión y conciencia; entendiendo como tal la inteligibilidad legal de cualquier mamarrachada, que demanda para sí no solo el respeto, sino también la subordinación a su cosmogonía de todas las vidas ajenas... Y como las cosmovisiones son tantas y tan variadas, la única manera de absorberlas todas es disolver la sociedad en la putrefacción del relativismo; superstición que defiende hacer todo cuestionable e invita a retorcer la moral por puro pasatiempo, síntoma inequívoco de decadencia y ocaso de una sociedad documentado desde los tiempos de Roma. Al cabo, Fortunata era tan simple e ignorante como cualquier desgraciada de las legiones populares en la época, pero hoy día defienden tales tesis (sin que Galdós las reivindicara en la obra) universitarios vestidos y calzados, y aún tecnócratas dirigentes, desmintiendo que tal despropósito tenga un origen espontáneo.
Como ninguna civilización se destruye de manera consciente a sí misma y las vanguardias más torpes de la propaganda plutocrática han aprovechado acontecimientos recientes para cuestionar la necesidad de libertad de expresión en las redes sociales o la validez de la democracia si ganan las elecciones tales o cuales partidos, cuidado si no andarán tramando un golpe de timón para chinizar primero Europa y luego el resto de Occidente, modelo mucho más práctico para el capitalismo salvaje y los políticos con ínfulas de poder incompatibles con las tediosas rotaciones cortoplacistas del parlamentarismo: las posmogilipolleces tienen graves síntomas de agotamiento entre las clases populares de izquierdas, cuyo voto se va perdiendo a pasos agigantados y tiene que repescarse con movimientos híbridos social-conservadores como el llamado rojipardismo hispanoamericano... así que conviene que surja de nuevo quien encarne la verdad, ¿y quién mejor que el Estado para hacerlo?