Froilán caminaba con decisión por el pasillo aunque todavía se reconocía bastante achispado. Tenía razones para estarlo: la mañana anterior, su madre se levantó empoderada y sin haberse tomado las pastillas antes de acostarse, así que le dio por ir al registro civil a inscribirse como Rodolfo. Al funcionario de turno, que llevaba un jersey morado y era de Gran Canaria, se le puso como el faro de Maspalomas y corrió a cabildear con sus superiores afines. Tan rápido trascendió la cosa que esa misma mañana Cándido y su banda resolvieron el gran tema aledaño sin esperar a que el sujeto interesado interpusiese reclamación ninguna, mientras se apretaban el segundo desayuno. Antes de mediodía, Irene ya había telefoneado a Rodolfo para anunciarle la buena nueva, pero la beneficiaria (ya medicada y reposada), se agobió y no quiso saber más del tema; apostató en favor de su hijo, que declarándose tan campechano como su abuelo, se hizo investir aquella misma tarde sin boatos ni público. Por su parte, su tío Felipe, de viaje comercial por la península arábiga, decidió marcharse a Gales aquella misma noche a beber güisqui con su amigo Carlos, con quien había estrechado relación en las últimas décadas por su condición común de eternos canteranos que nadie tomaba en serio en su nuevo rol en el primer equipo.
Froilán no pudo ignorar al atardecer que las redes sociales le hacían la ola, los españoles estaban entusiasmados con la novedad. Por la calle los niños querían foto, los chicos invitarle a beber y las chicas se le insinuaban. Cuando ya se había soplado cuatro cubalibres, abstraído de la algarabía a su alrededor, resolvió que no iba a seguir dejándose el culo sobre la madera de Clavileño como sus parientes, sino que ensillaría a Rocinante para ponerse al servicio del país, pesase a quien pesase. Por eso al amanecer, cuando ya no tenía posada digna donde continuar los festejos (al cabo, era un día de labor), se dirigió al hemiciclo todavía con una mujerzuela colgada del brazo, unos diez años mayor que él. En lugar de entrar inmediatamente, se quedó en el umbral escuchando un rato para enterarse de qué estaban tratando. Al ver que era la votación de una nueva ley, cuando terminaron corrió al atril con la camisa abierta y exclamó "yo esta mierda no la sanciono, ahí os quedáis con ella". Luego buscó a Irene con la mirada y le confesó que su acompañante era una de esas mujeres que fuman y te hablan de tú; sin perder cadencia continuó hablando, esta vez con acento gallego, al recordar que su santo onomástico intercesor también es el patrón de la ciudad de Lugo, anfitriona de esa primera gran fiesta universitaria del curso que tanto había frecuentado de incógnito: "yo le pago por ello, naturalmente, sin ser una cosa excesiva. Le pago algo normal". Luego descendió a la fila de abajo y encontró a Ione mirando el móvil y con los pezones como lanzas de caballería, así que aprovechó para sintonizar la Cope y bajar un poco el volumen. Se dio la vuelta porque Pedro y su amigo Juan Bernardo (el cachondo con el que pretendía continuar la parranda) no estaban y señaló enfadado a Alberto: "no tienes pelotas, y eso que eres hijo de un cardenal"; pero como no tuvo respuesta, subió por el graderío hasta llegar a la silla de Santi y se puso a bailar la coreografía de Macarena. Cuando terminó, exhausto, se dejó caer sobre las piernas de Iván y de él, culminando la alharaca con una copiosa vomitona sobre la moqueta de los escalones.
"A trabajo pagado, brazos quebrados" dice el evangélico refrán. Cuando Froilán pudo salir del edificio la suripanta ya se había largado, suponemos que por estar hasta el diptongo de aguantar aquellos taconazos desde la noche anterior. Ya con el cuerpo más compuesto y sin muchas ideas para continuar la velada, se acordó de un vídeo de su tío con una toga y un collarón que ni M.A. Barracus. Cogió un taxi hasta Plaza de Castilla para entrar en la primera sala que encontró y se sentó al fondo. Al parecer, ni siquiera los jueces se atrevían a dar un puñetazo encima de la mesa y trabajaban pasando frío, tal vez para obligarse a acabar pronto cada vista o para presionar a reos incautos. La cuestión es que la mañana se ponía cuesta arriba, porque Froilán también sufría el destemple propio de haber trasnochado, así que embozado en su anorak se quedó dormido. Al cabo de un rato, un estudiante que había sentado a su lado lo despertó con delicadeza después de que se le deslizase un cuesto-corneta, de esos que profetizan los espantosos fermentos que se preparan en la oficina de la tripas tras una borrachera. Después de un rato, no tenía claro los roles de acusación y defensa, porque el caso se complicaba por momentos: al calor de la ley que homologa a los animales como objetos sexuales legítimos, un paseador de perros había embestido el tafanario de un gran danés que tenía bajo su cuidado, así que estaba en discusión la manera en la que el sujeto se había procurado el consentimiento explícito del can (solo sí es sí), a lo que la abogado de éste insinuaba que pudiera tratarse de proxenetismo por parte del dueño, algo grave y punible con dureza, ya que había cedido la guarda de su vertebrado a cambio de dinero. Esto fue corroborado por la ex-mujer del amo, interesada en testificar para el caso para conseguir ventajas en los pleitos abiertos por la custodia del enhiesto dogo tras la separación.
Froilán salió fuera y llamó sollozando a su hermana Viqui, la única persona que lo entendía de verdad; media hora más tarde se reunirían en una cafetería del centro. La clientela no parecía reconocerlos, pero los miraba mal porque eran los únicos que ostentaban un chocolate con churros, consumición gravada con saña por ser azucarada como óbolo a Posmolloc, que a menudo se representaba como un círculo de colorines. Los demás tomaban infusión de cascarilla de cacao, como era costumbre allá por Coruña (la tierra de Trastámara, es decir, allende el río Tambre) en tiempos de miseria, medio endulzada con aspartamo y servida en copas menstruales biodegradables. Su hermana lo acogía en su seno y le acariciaba con ternura los indomables rizos. No mudaba su tono calmado ni para responder a las ocurrencias de su hermano mayor: "Y una leche. Si tú ahora eres Vanesa y yo Ramón no nos dejan ir a visitar al abuelo, que en aquellos países no entienden estas cosas. Además, yo no quiero tu trabajo; prefiero los caballos y grabar vídeos". Froilán siguió un rato dándole vueltas al asunto, pues estaba convencido en bajar al nivel autonómico y presentarse como hidalgo de Barcino; así lo legitimarían por aclamación los muchos naturales y extranjeros de por allí que se identifican con su forma de ver la vida, y eso sería el paso previo a una reconciliación política sin oposición de polacos con charnegos. Cuando ya lo tenía a punto de caramelo, se incorporó para desprenderse de la modorra y vio en la mesa de enfrente como una mujer de mediana edad hablaba a dos niños de semen y menstruos con un cuento ilustrado. Llevaba puesta una camiseta con el lema "Adopta en vez de engendrar para salvar el planeta #loHechoHechoEstá".
"Tío Felipe, soy Froilán. Te llamo para decirte que lo dejo, que esto es muy estresante... Sí, puedes pasarte a por la capa cuando quieras. Oye, y si te da pereza podemos hablar con la tía Cristina".