Empezamos mal el artículo, porque el hecho es que sí he autopublicado. Pero no fue novela (el género que trato de cultivar), sino una selección de artículos antiguos de mi blog, con el vulgar propósito de experimentar. Por entonces tenía un cierto conocimiento del mundo editorial pero muy poco del libro como producto, y por eso también traté de aprender de los mejores: un conocidísimo y eminente editor español, a la hora de firmarme su compendio faraónico sobre el oficio, me preguntó sorprendido por qué me interesaba el tema, sabiendo lo poquísimo que se venden ese tipo de obras, y yo le respondí que a los escritores náufragos nos tocaba aprender sobre todas las artes adyacentes.
Aclarado esto, creo que entre los autores llamados independientes sucede en general justo lo contrario: conocen muy bien las tareas asociadas a la publicación (a menudo por haberlas padecido), pero sobre el mundo editorial solo tienen una cosmovisión supersticiosa predicada por trujimanes del propio negocio de la autoedición o edición bajo demanda, embusteros fracasados que autopublican libros sobre cómo autopublicar con éxito, o quienes se ofrecen como arreglistas profesionales; es decir, gente que vive de hacer dinero con las ilusiones de autores noveles en lugar de con los libros. Naturalmente son creencias llenas de prejuicios hacia las editoriales de verdad, el mamoneo, el solo publicar a famosos... En fin, una puerta que no merece la pena tocar. Luego la fe flaquea y la cosa no es para tanto: la inmensa mayoría de los que afirman ser autoeditados orgullosos y por decisión propia no han llegado ahí sin haber disparado primero a quemarropa sobre cualquier editorial que se moviese durante algunos meses, al abrigo de fantasear con que todas tienen ejércitos inmensos de lectores de manuscritos en plantilla; de modo que si no responden a todo lo que les llega es por pura altivez.
Si no fuera por la común falta de criterio a la hora de mandar los manuscritos (y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra), la cosa podría llegar a tener sentido: las plataformas de autoedición debían ser la oportunidad para divulgar todas aquellas obras interesantes que, por alguna razón, se han quedado sin entrada en el festival de los catálogos editoriales; un universo exótico de literatura especial que pudo ser y no es. Difícil cuestión la de discernir si una obra tiene categoría a pesar de haber naufragado camino a Ítaca, pero debemos reconocer que, en general, no es así aunque todos conozcamos contraejemplos de autores luego consagradísimos a los que costó Dios y ayuda publicar por primera vez.
He ahí la raíz del problema: la posibilidad de autoeditar gratis gracias a la tecnología de impresión bajo demanda ha privado a los autores noveles contemporáneos de uno de los mayores valores que propiciaban las estrecheces del sistema: una autocrítica severa. Digo más: en el antiguo régimen, la visión del abismo que se precipita sobre la imposibilidad de publicar una vez agotadas las editoriales afines conocidas (si no era pagando la edición y asumiendo que el libro difícilmente trascendiera al círculo amistades, todo tras haber mendigado inútilmente un sitio en los estantes de las librerías de tu ciudad) implicaba que, solo por eso, apenas un puñado de inconscientes sin contactos en el mundillo se atreviesen a emprender una obra escrita y encajar luego unos cuantos rechazos editoriales. Hoy, la posibilidad de poder publicar en cualquier caso y la fantasía de que, por estar en Amazon, se van a interesar por tus historias millones lectores potenciales de todo el mundo, hace que solo a pocos gilipollas como yo se les ocurra dejar una novela en el cajón, por mediocre que sea. Ya nadie se plantea que haya escrito una obra mala o que esta necesite refinado, por más que tenga una prosa miserable anunciada en contraportadas donde los escribanos no son capaces siquiera de colocar bien las comas en el texto; porque además cualquier duda agobiante durante las correcciones se pasa con el paracetamol del manido síndrome del impostor, diagnóstico falaz pero rápido que da a través de las redes sociales cualquier terapeuta literario de cagadero, que confunde escribir una novela con desahogarse frente al papel. Digo más: la supersticiones posmo llegan también aquí, y cada vez más autores se consuelan (y autorretratan para mal) afirmando idioteces como que no hay libros mejores que otros, siendo todo una cuestión de gusto. Y esto desemboca inevitablemente en que el nivel medio del panorama autoeditado sea (salvo algunas honrosas excepciones) el que es, perpetuando el estigma que les cierra las puertas a la distribución, la venta en librerías y la crítica literaria profesional.
Pero la autoedición masiva tiene más efectos colaterales: debido a la caza indiscriminada, las editoriales que aceptan manuscritos no solicitados se encuentran ahora en severo peligro de extinción, incluso en los grandes grupos, algo que ha deteriorado el panorama de manera irreversible en perjuicio de todos, pero sobre todo para quien trate de cultivar literatura con pretensiones: la inmensa mayoría de los autores que cierran su círculo de intentonas editoriales autoeditando lo hacen con obras de género, perfil claramente comercial y de consumo... ¡cuando son las más evidentes para segmentar las editoriales a las que dirigirse, carajo! Para ellos la cosa ha cambiado, pero ni tanto ni necesariamente para mal, pues todos los gigantes han desarrollado dos alternativas pensando en ellos y los postulantes en general: un sello de pago para autopublicación y otro tradicional pero exclusivamente digital, ambos con marcas comerciales que evocan el concepto de "libros a mogollón". Efectivamente, la idea es que este tipo de contenido sea la versión actualizada de las antiguas novelas de a duro o folletines, dirigido a un público muy concreto que busca lecturas ligeras y masivas. Al mismo tiempo crean cantera sin gastar un duro en promoción o lectores editoriales; ni tampoco complicarse la vida con criterios literarios, pues no cabe duda de que algunos de estos autores ascenderán a primera división si son capaces de destacar en ventas dentro de su categoría. Mientras, todos los del filial a gusto con la fantasía de haber cruzado el Rubicón de la profesionalidad y dejado atrás sus miserias en el mundillo de las letras. Sin embargo, la minoría del género abierto se ha quedado en la cuneta, con casi todas las puertas editoriales cerradas, sin alternativas ni posibilidad siquiera de autoeditar, pues como ya hemos explicado, la propia autosegmentación de obras que terminan en el mundo de la autoedición, edición bajo demanda o sello digital, perfilan de tal modo el producto final que lo convierten en un género en sí mismo, de modo que el ya asentado público de estas plataformas no busca otro tipo de literatura allí... Ni el que la busca lo hace en este tipo de lugares.
No, la autoedición no es el futuro por mucho que se cacaree lo contrario, empezando porque el formato electrónico lleva más de una década con nosotros y no termina de despegar como se esperaba. Si lo fuera, no hay ninguna razón por la cual los vendedores de best-sellers no se hubieran pasado en masa allí, teniendo en cuenta que las ganancias por cada libro vendido son mucho mayores que en la edición tradicional (aunque nadie les fuera ya a pagar por adelantado), y que los recursos de Internet los conectan fácil y directamente con millones de lectores asiduos. ¿Por qué no lo hacen entonces? Por una razón muy sencilla: los libros no son videoclips, canciones u obras plásticas que puedan compartirse con una fotografía. Un libro no se consume en segundos ni minutos, sino en horas. Salvo en determinadas obras temáticas de no ficción, en las que el lector interesado es el que busca, no es posible saltarse los intermediarios de la crítica profesional, medios especializados, el consejo del librero o sus estantes. El márquetin de los libros es esencialmente eso y no otra cosa, los grandes autores lo saben. Y también que muchos ejemplares de novelas superventas se compran por pura oportunidad, al verse en estantes de quioscos o incluso estancos, gracias a la carísima, arriesgada y monstruosa distribución física. El libro de consumo que no está donde esperas encontrarlo, sencillamente no existe. El lector medio no va a pasar de buscar libros allá donde los seleccionan y los venden para pegarse de vez en cuando una vuelta por las redes sociales y páginas web de una lista de autores conocidos "a ver qué han sacao".
La gota que colmó el vaso (y puso la simiente para este artículo) fue un comentario reciente en Tuiter que a poco me provoca una arcada: un autor independiente preguntaba a otros autores si hacían estudios de mercado antes de escribir... Una de tantas gilipollecitas que sueltan en redes sociales los que se consideran profesores del escribir, demostrando su incultura general y desconocimiento del mundo editorial en particular, como si un escritor pudiera y debiera juntar letras sobre cualquier cosa, cuando lo cierto es que no se escribe nada de provecho sin tener algo concreto que contar. Por culpa de esta gente, las redes sociales se han llenado de plastas que aburren a un santo, todo el puñetero día proponiendo que escribas un microrrelato sobre una foto, compartiendo con nosotros atrancos y desatrancos de su prosa (como si nos importase algo) y formulando preguntas y encuestas sobre temas literarios sobados y mohosos sobre escritores brújula, mapa, compás y la madre que los parió a todos... Demostrando que, en realidad, no tienen mucho que compartir con el mundo y tienen que tirar de recursos descongelados; y que en muchos casos sueñan más con el glamur del escritor famoso que con el oficio en sí, acordando habitualmente que el horizonte de todo autor es que su obra sea adaptada al cine o la televisión. Les han hecho creer que Tuiter, Feiss e Instagrán son lugares donde se pueden promocionar con éxito libros y autores, aun sabiendo como saben que el 99% de sus seguidores lo son por puro interés: fundamentalmente otros autores a los que les importa igual de poco las obras ajenas, pero necesitan cebar el gorrino de las estadísticas. Para colmo, la intersección de seguidores entre estos perfiles de autor es tan inmensa que el intercambio de retuits para promocionar las obras no logra trascender apenas fuera del propio espacio virtual con el que ya cuentan. En físico no se vende nada y en digital poco más, la mayoría en descargas montoneras que propician las tarifas planas de las plataformas, de modo que estos suscriptores son los únicos que en realidad consumen este tipo de literatura. Pero existen tal número de subcategorías con su propio ranquin que resulta casi imposible no estar en el top 100 de alguna, aunque sea la de fantasía urbana bélica futurista apocalíptica homoerótica young adult, así que todos contentos.
Aunque vaya en contra de su esencia, el universo de la autoedición debería autorregularse para dejar de ser lo que es y tener la oportunidad de convertirse en una alternativa interesante para el público lector general: abandonar la solidaridad de bulto en favor de grupos afines y con sentido, apoyar la calidad y la excelencia en lugar de practicar el comunismo editorial. No hace falta decir que las reseñas peloteras que se intercambian los independientes en su ecosistema de blogs, booktubers y demás no se las toma en serio nadie: cualquier botarate se atreve a hacer una mala crítica de Houellebecq, Cartarescu o Perico el de los palotes, pero por pura lástima nadie va a lancear bodrios autoeditados en público. Ante esta jungla salvaje e impredecible sin referencias fiables para escoger una obra, el lector neófito huirá como de la peste a la segunda decepción para no regresar jamás. Lo único que puede dignificar este mundillo es la honestidad, empezando por reconocer que la autoedición y derivadas no es en ningún caso una decisión por convicción, sino una necesidad circunstancial que nadie toma si tiene la alternativa de editar como Dios manda.
Haga usted lo que quiera, pero si está pensando en autoeditar o enrolarse en alguna factoría de edición bajo demanda o digital (en adelante, edición heterodoxa) debe saber unas cuantas cosas antes que nadie en las redes sociales le va a contar. Empezaremos diciendo que en este universo el producto no es el libro sino usted, así que de cualquier modo le tocará rascarse el bolsillo: en unos casos se le intentará cobrar en concepto de diseño/corrección/maquetación (y si no lo hace, tendrá una portada que apesta a aficionado a dos leguas), en otros tendrá el compromiso de vender un cierto número de ejemplares en un mes o pagar la diferencia de su bolsillo... Y en las plataformas masivas del Internet, si no paga por publicitarse, su visibilidad en sugerencias será insignificante. Pero lo esencial es que su obra jamás va a verse en ninguna estantería de venta; y aunque le prometan que tendrá distribución, el libro físico solo va a llegar a una librería si alguien lo ha pedido antes. Si no me cree, busque en todostuslibros.com algún título de esa editorial que está tratando de seducirle y verá que aparece como potencialmente disponible en un par de días para doscientas librerías (icono gris), pero ninguna de ellas dispone de un ejemplar allí (icono naranja). Quizás sí esté en alguna biblioteca si usted lo dona, pero en ningún caso podrá depositarse en la Biblioteca Nacional; que además de ser la más grande de todas funciona como notaría y registro de toda la cultura escrita del país... En otras palabras, no quedará (con la legislación actual) rastro público oficial de su obra en ninguna parte más allá de la mera propiedad intelectual en el registro autonómico. Si a esto le suma el hartazgo de darle murga continua a familia, amigos y parroquia de las RRSS o las esclavitud en forma actividades supletorias que le proponen los espertos en márquetin onlain para promocionarse, sin apenas conseguir ventas ni difusión, entenderá que muchos de los que han tomado esta decisión terminan arrepintiéndose: busque un poco y verá cuántos lamentos se recogen por no poder ir a una feria del libro, el alipori de promocionarse en una cadena de apoyo mutuo en redes sociales junto con una ñorda como un castillo, los rechazos de casi todas las librerías a albergar una presentación o aceptar ejemplares para vender, las puertas cerradas para postular después la obra a concursos literarios o a una editorial de verdad... Sobre todo esto último, lo más doloroso, el momento en el que el autor toma conciencia del potencial y el trabajo que hay detrás de su creación, que ha tirado a las carpas del estanque del Retiro tentado por el demonio de la inmediatez de ver la obra disponible en Internet y en sus manos... quizás sin haberla corregido lo suficiente. Solo le recomiendo, por tanto, que use la edición heterodoxa como laboratorio para experimentar y formarse; y que en ningún caso divulgue allí una obra en la que tenga fe, una obra final. Solo creaciones de aprendizaje.
Tienen, por supuesto, mi permiso para echarme a la cara este artículo si algún día caigo en la edición heterodoxa. Pero les prometo que lo habré hecho en una situación de zozobra total, convencido de que mi novela tiene suficiente dignidad sin más correcciones, y habiendo agotado la ultimísima opción para haberlo publicado de otro modo.